Hace algunos años, ni muchos ni pocos, los justos para saber dónde estoy, cuando comencé en esto de coger llamadas, tratando de acostumbrarme a ser un mediador entre el tiempo que me imponían y el resto de indicadores de la campaña, recibí una de esas llamadas que te marcan, que te forjan como el herrero al material con el que trabaja, que te hacen persona y te cuentan lo importante de lo que quieres decir o lo que otros deberían decir en esta profesión.
Una mujer, de cierta edad, de esa edad que se encuentra entre la madurez y la ancianidad, de esa edad indeterminada que se pierde en el ostracismo del gris, una mujer, sin más, a la que no le importaba la operativa, el TMO –el AHT, ACD o ACW-, que quería ser atendida y sobre todo escuchada, no recuerdo si quería hablar de su factura, de algún problema técnico de la línea telefónica u otra historia similar, lo que sí recuerdo con bastante nitidez es que quería ser escuchada, no le interesaba lo más mínimo la estructura rígida impuesta a los teleoperadores, quería, sólo, ser escuchada y en su letanía me habló de su madre y de la playa del sardinero, y yo traté de no entrar por esa puerta, de ceñirme al procedimiento, y ella me interpelaba, me preguntaba si conocía Santander con una amabilidad impropia de esta época, y yo me mantenía en el corsé como una Escarlata postmoderna, en la estructura, en la rigidez, en el fijismo de las palabras que escribieron en un trozo de papel desde un despacho, pero el viento es más fuerte que la hoja derruida del árbol, y pudo ser la hora, el tedio del día o la cadencia suave de aquella voz, pudo ser cualquier cosa, las circunstancias sobre el yo, pero me olvidé, me olvide del mecanicismo y aquella mujer me trasladó allí donde estaba, me dejó entrar, la sentí hablando a mi lado, literalmente a mi lado, espacialmente a mi lado, estábamos sentados en la playa del Sardinero, atardecía y nos estábamos dejando llevar por la música de las olas y las gaviotas, y yo estaba allí, sentado, sin otra cosa que hacer que hablar con ella y hablamos de su factura o de su incidencia técnica o de otros menesteres relacionados con la empresa con la que trabajaba, tan fácil, tan cercanos, con tanta dulzura, que pude sentir su mano al resolver su problema, su mano encima de la mía, el agradecimiento por ser escuchada, no sabría decir si por la factura, por la incidencia, por la historia cualquiera o simplemente por la escucha, cuando terminamos de hablar, me costó darme cuenta que estaba en Sevilla, que no fuí trasladado por unos minutos al Cantábrico, me costó volver porque había dejado mucho en aquel imaginario.
Después, reflexioné sobre este acontecer, sobre esta llamada y el trabajo que realizaba, sobre el desmembramiento, la cercanía, lo inapropiado de alejarse de la rigidez, y justo en esa reflexión yo que siempre quise hacer otra cosa y entre ellas no estaba la de coger llamadas, en esa llamada que habría sido penalizada por su explícita injerencia, en ese momento de operativa pobre de campaña, en esa llamada heterodoxa y a todas luces inapropiada, comprendí el Cogito cartesiano, lo verdaderamente simple, lo importante y comencé a dignificar este trabajo que amo tanto ahora, a comprender que lejos del negocio que es, la atención al cliente no debía alejarse nunca de esa playa del norte, de ese diálogo entre dos personas, porque sólo en la ayuda existe un negocio verdadero, un beneficio, comprendí que nunca la atención al cliente debió alejarse de esa ventanilla ensimismada en granito y tras la que podía ver con mis ojos de niño, Olivettis chillonas de verdes perdidos y a una señora con las gafas a mitad de la nariz, que nunca debimos alejarnos de esa ventanillas de cristal en la que mi Padre casi introducía el cuerpo entero para hablar con esa mujer del barrio que siempre tenía su nombre en diminutivo, que hacía una llamada y te solucionaba el problema de la luz, sin departamentos superiores, sin tomar nota para llamarte en dos días, sin nada de esa superficialidad de hoy que nos hace alejarnos tanto de los clientes.
La atención al cliente, a veces tan despersonalizada y mecánica, robótica y supeditada a formulismos de plástico de los que no conocen más que cuatro diagramas y un traje, nunca debió abandonar la cercanía, la verdad de dos personas que hablan, una que pregunta y otra que responde, una que busca y la otra que da soluciones, una que confía y otra que responde a la confianza
He dirigido equipos en estos años, muchos, variados y con distintos objetivos, equipos de Back Office, de emisión, de recepción, equipos de personas, y nunca me olvidé de la playa del Sardinero, sin conocerla, nunca me olvidé de la vocación de servicio de aquella llamada y de la verdad de la cercanía, a todos mis equipos les conté que lo importante de este negocio son ellos y los clientes, el diálogo, el monólogo sólo es bueno para algunas obras de teatro, les conté como puedo tener la solución si comprendo que en las palabras a través del teléfono puedo sentir la mano del que está detrás.